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Paul Dirac no creía en la complejidad innecesaria. En su mundo, cada palabra sobrante era un obstáculo para el pensamiento puro. No fue un físico que buscaba respuestas, sino un arquitecto del silencio: encontró en la simetría una ética y en la ecuación, una forma de contemplación. Su vida fue una liturgia matemática. El universo no necesitaba ser explicado: debía ser afinado, como un instrumento sagrado. Esta filosofía convierte la ciencia en una forma de ascetismo, una reducción de todo lo superfluo para revelar una belleza esencial. En la figura de Dirac, la verdad no grita: apenas respira. Practicó la renuncia como método. Quizás, en la era del ruido y la sobreexposición, su legado sea la propuesta más radical: callar… y comprender.